LOS DÍAS DE ELÉ


Los días de Elé eran días sin escuela y de muchas obligaciones.
Por las mañanas: el corralón de los cochinos, la pajarera, el patio, las botellas, alguno que otro mandado; y a la hora del almuerzo, poner, servir y quitar la mesa a los dueños.
Los mediodías: unas veces, por antojarse la dueña de tallullos y majaretes, traer un saco de mazorcas tiernas del maizal, pelarlas y rallárselas a Dengo en el rallador. Otras, si la hermana del dueño quería malarrabia, ir a sacar boniatos y venir con ellos húmedos de tierra, para lavarlos, pelarlos y picarlos en cuadritos. Y algunas, cuando había dulce en almíbar, ir del boniatal al yucal por vianda fresca para que Dengo hiciera buñuelos.
Los mediodías eran también para el caballo del dueño: dos veces a la semana, baño con manguera y jabón especial comprado en Pinar del Río; a diario, rasqueta de cabeza a rabo y cepillo por todo el pelo, sin olvidar el envaselinado de la crin y la cola, que tenían que estar siempre brillosas y suaves.
Además, si Dengo andaba de lavado o planchado, Elé la ayudaba por los mediodías en la limpieza de la casa. Y eso para él era un gusto.
Antes del paseo de Calazán, Biembe y Román traían del potrero las vacas y los terneros. Y después del paseo, el niño ponía, servía y quitaba la mesa de los dueños.
Así eran los días de Elé: días de muchas obligaciones. Para que el dueño lo dejara vivir con su abuelo en el cuarto del maíz seco; para que el viejo tuviera su almuercito, su comida y alguna ropa con que vestirse. Días sin escuela, en los que Dengo, de trajín en trajín, le oía cantar bajito aquella canción que el niño había aprendido de Calazán, y que era una canción muy vieja y muy triste:

Nos mandan que nos sentemos,
nos tenemos que sentar.
Nos mandan que nos paremos,
nos tenemos que parar.
Tataé, Tataé, Tataé,
Carabalí no sabe leer.