Ocurrió justo una semana más tarde. Pedro se hallaba explicando los principios del vuelo a alta velocidad a una clase de nuevos alumnos. Acababa de salir de su picado desde cuatro mil metros -una verdadera estela gris disparada a pocos centímetros de la playa-, cuando un pajarito en su primer vuelo planeó justamente en su camino, llamando a su madre. En una décima de segundo, y para evitar al joven, Pedro Pablo Gaviota giró violentamente a la izquierda, y a mas de trescientos kilómetros por hora fue a estrellarse contra una roca de sólido granito.

Fue para él como si la roca hubiese sido una dura y gigantesca puerta hacia otros mundos. Una avalancha de miedo y de espanto y de tinieblas se le echó encima junto con el golpe, y luego se sintió flotar en un cielo extraño, olvidando, recordando, olvidando; temeroso y arrepentido, terriblemente arrepentido.

La voz le llegó como en aquel primer día en que había conocido a Juan Salvador Gaviota.

-El problema, Pedro, consiste en que debemos intentar la superación de nuestras limitaciones en orden, y con paciencia. No intentamos cruzar a través de rocas hasta algo más tarde en el programa.

-¡Juan!

-También conocido como el hijo de la gran gaviota -dijo su instructor, secamente.

-¿Qué haces aquí? ¡Esa roca! ¿No he... no me había... muerto?

-Bueno, Pedro, ya está bien. Piensa. Si me estás hablando ahora, es obvio que no has muerto, ¿verdad? Lo que sí lograste hacer fue cambiar tu nivel de conciencia de manera algo brusca. Ahora te toca escoger. Puedes quedarte aquí y aprender en este nivel, que, para que te enteres, es bastante más alto que el que dejaste, o puedes volver y seguir trabajando con la bandada. Los mayores estaban deseando que ocurriera algún desastre y se han sorprendido de lo bien que les has complacido.

-¡Por supuesto que quiero volver a la Bandada. Estoy apenas empezando con el nuevo grupo!

-Muy bien, Pedro. ¿Te acuerdas de lo que decíamos acerca de que el cuerpo de uno no es más que el pensamiento puro...?

 
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