De modo que esto es el cielo, pensó, y tuvo que sonreírse. No era muy respetuoso analizar el cielo justo en el momento en que uno está a punto de entrar en él.

Al venir de la Tierra por encima de las nubes y en formación cerrada con las dos resplandecientes gaviotas, vió que su propio cuerpo se hacía tan resplandeciente como el de ellas.

En verdad, allí estaba el mismo y joven Juan Gaviota, el que siempre había existido detrás de sus ojos dorados, pero la forma exterior había cambiado.

Su cuerpo sentía como gaviota, pero ya volaba mucho mejor que con el antiguo. ¡Vaya, pero si con la mitad del esfuerzo, pensó, obtengo el doble de velocidad, el doble de rendimiento que en mis mejores dias en la Tierra!

Brillaban sus plumas, ahora de un blanco resplandeciente, y sus alas eran lisas y perfectas como láminas de plata pulida. Empezó, gozoso, a familiarizarse con ellas, a imprimir potencia en estas nuevas alas.

A trescientos cincuenta kilómetros por hora le pareció que estaba logrando su máxima velocidad en vuelo horizontal. A cuatrocientos diez pensó que estaba volando al tope de su capacidad, y se sintió ligeramente desilusionado. Había un límite a lo que podía hacer con su nuevo cuerpo, y aunque iba mucho más rápido que en su antigua marca de vuelo horizontal, era sin embargo un límite que le costaría mucho esfuerzo mejorar. En el cielo, pensó, no debería haber limitaciones.

De pronto se separaron las nubes y sus compañeros gritaron:

-Feliz aterrizaje, Juan -y desaparecieron sin dejar rastro.

Volaba encima de un mar, hacia un mellado litoral. Una que otra gaviota se afanaba en los remolinos entre los acantilados. Lejos, hacia el Norte, en el horizonte mismo, volaban unas cuantas mas. Nuevos horizontes, nuevos pensamientos, nuevas preguntas. ¿Por qué tan pocas gaviotas? ¡El paraíso debería estar lleno de gaviotas! ¿Y por qué estoy tan cansado de pronto? Era de suponer que las gaviotas en el cielo no deberían cansarse, ni dormir.

¿Dónde había oído eso? El recuerdo de su vida en la Tierra se le estaba haciendo borroso. La Tierra había sido un lugar donde había aprendido mucho, por supuesto, pero los detalles se le hacían ya nebulosos; recordaba algo de la lucha por la comida, y de haber sido un exilado.

La docena de gaviotas que estaba cerca de la playa vino a saludarle sin que ni una dijera una palabra. Sólo sintió que se le daba la bienvenida y que esta era su casa. Había sido un gran día para él, un día cuyo amanecer ya no recordaba.

Giró para aterrizar en la playa, batiendo sus alas hasta pararse un instante en el aire, y luego descendió ligeramente sobre la arena. Las otras gaviotas aterrizaron tambien, pero ninguna movió ni una pluma. Volaron contra el viento, con sus brillantes alas extendidas, y luego, sin que supiera él cómo, cambiaron la curvatura de sus plumas hasta detenerse en el mismo instante en que sus pies tocaron tierra. Había sido una hermosa muestra de control, pero Juan estaba ahora demasiado cansado para intentarlo. De pie, allí en la playa, sin que aún se hubiera pronunciado ni una sola palabra, se quedó dormido.

Durante los días siguientes Juan vió que había aquí tanto que aprender sobre el vuelo como en la vida que había dejado. Pero con una diferencia. Aqui había gaviotas que pensaban como él. Ya que para cada una de ellas lo más importante de sus vidas era alcanzar y palpar la perfección de lo que más amaban hacer: volar. Todos ellos eran pájaros magníficos, y pasaban hora tras hora cada día ejercitándose en volar, ensayando aeronáutica avanzada.

Durante largo tiempo Juan se olvidó del mundo de donde había venido, ese lugar donde la bandada vivía con los ojos bien cerrados al placer de volar, empleando sus alas como medios para encontrar y luchar por la comida. Pero de cuando en cuando, sólo por un momento, lo recordaba.

Se acordó de ello una mañana cuando estaba con su instructor, mientras descansaban en la playa después de una sesión de toneles con ala plegada.

-¿Dónde están los demás, Rafael? -preguntó en silencio, ya bien acostumbrado a la cómoda telepatía que estas gaviotas empleaban en lugar de graznidos y trinos-. ¿Por qué no hay más de nosotros aquí? De donde vengo había...

- Miles y miles de gaviotas. Lo sé. -Rafael movió su cabeza afirmativamente-. La única respuesta que puedo dar, Juan, es que tú eres una gaviota en un millón. La mayoría de nosotros progresa com mucha lentitud. Pasamos de un mundo a otro casi exactamente igual, olvidando en seguida de donde habíamos venido, sin preocuparnos hacia donde íbamos, viviendo solo el momento presente. ¿Tienes idea de cuántas vidas debimos cruzar antes de que lográramos la primera idea de que hay mas en la vida que comer, luchar. o alcanzar poder en la bandada? ¡Mil vidas, Juan, diez mil! Y luego cien vidas más hasta que empezamos a aprender que hay algo llamado perfección, y otras cien para comprender que la meta de la vida es encontrar esa perfección y reflejarla. La misma norma se aplica ahora a nosotros, por supuesto: elegimos nuestro mundo venidero mediante lo que hemos aprendido en éste. No aprendas nada, y el próximo será igual que éste, con las mismas limitaciones y pesos de plomo que superar.

Extendió sus alas y volvió su cara al viento.

-Pero tú, Juan -dijo-, aprendiste tanto de una vez que no has tenido que pasar por mil vidas para llegar a esta.

En un momento estaban otra vez en el aire, practicando. Era difícil mantener la formación cuando giraban para volar en posición invertida, puesto que entonces Juan tenía que ordenar inversamente su pensamiento, cambiando la curvatura, y ambiándola en exacta armonía con la de su instructor.

-Intentemos de nuevo -decía Rafael una y otra vez-. Intentemos de nuevo. Bien. -Y entonces empezaron a practicar los rizos exteriores.

 
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