Una noche, las gaviotas que no estaban practicando vuelos nocturnos se quedaron de pie sobre la arena, pensando. Juan echó mano de todo su coraje y se acercó a la Gaviota Mayor, de quien, se decía, iba pronto a trasladarse más allá de este mundo.

-Chiang... -dijo, un poco nervioso.

La vieja gaviota le miró tiernamente.

-¿Si, hijo mío?

En lugar de perder la fuerza con la edad, el Mayor la había aumentado; podía volar más y mejor que cualquier gaviota de la bandada, y había aprendido habilidades que las otras sólo empezaban a conocer.

-Chiang, este mundo no es el verdadero cielo, ¿verdad?

El Mayor sonrió a la luz de la Luna.

-Veo que sigues aprendiendo, Juan -dijo.

-Bueno, ¿qué pasará ahora? ¿A dónde iremos? ¿Es que no hay un lugar que sea como el cielo?

-No, Juan, no hay tal lugar. El cielo no es un lugar, ni un tiempo. El cielo consiste en ser perfecto. -se quedó callado un momento-. Eres muy rápido para volar, ¿verdad?

-Me encanta la velocidad -dijo Juan, sorprendido, pero orgulloso de que la Mayor se hubiese dado cuenta.

-Empezarás a palpar el cielo, Juan, en el momento en que palpes la perfecta velocidad. Y esto no es volar a mil kilómetros por hora, ni a un millón, ni a la velocidad de la luz. Porque cualquier número es ya un límite, y la perfección no tiene límites. La perfecta velocidad, hijo mío, es estar alli.

Sin aviso, y en un abrir y cerrar de ojos, Chiang desapareció y apareció al borde del agua, veinte metros más allá. Entonces desapareció de nuevo y volvió en una milésima de segundo, junto al hombro de Juan.

-Es bastante divertido -dijo.

Juan estaba maravillado. Se olvidó de preguntar por el cielo.

-¿Cómo lo haces? ¿Qué se siente al hacerlo? ¿A qué distancia puedes llegar?

-Puedes ir al lugar y al tiempo que desees -dijo la Mayor-. Yo he ido adónde y cuándo he querido -miró hacia el mar-. Es extraño. Las gaviotas que desprecian la perfección por el gusto de viajar, no llegan a ninguna parte, y lo hacen lentamente. Las que se olvidan de viajar por alcanzar la perfección, llegan a todas partes, y al instante. Recuerda, Juan, el cielo no es un lugar ni un tiempo, porque el lugar y el tiempo poco significan. El cielo es...

-¿Me puedes enseñar a volar asi? -Juan Gaviota temblaba ante la conquista de otro desafío.

-Por supuesto, si quieres aprender.

-Quiero. ¿Cuándo podemos empezar?

-Podríamos empezar ahora, si lo deseas.

-Quiero aprender a volar de esa manera -dijo Juan, y una luz extraña brilló en sus ojos-. Dime qué hay que hacer.

Chiang habló con lentitud, observando a la joven gaviota muy cuidadosamente.

-Para volar tan rápido como el pensamiento y a cualquier sitio que exista -dijo-, debes empezar por saber que ya has llegado...

El secreto, según Chiang, consistía en que Juan dejase de verse a sí mismo como prisionero de un cuerpo limitado, con una envergadura de ciento cuatro centímetros y un rendimiento susceptible de programación. El secreto era saber que su verdadera naturaleza vivía, con la perfección de un número no escrito, simultáneamente en cualquier lugar del espacio y del tiempo.

 
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